¿Malos Tiempos para la Lírica? Puede...

Golpes Bajos
ya nos advirtió de ello con esa fabulosa canción que siempre formará parte de nuestra mejor herencia musical. También el poeta Bertolt Brecht, cuyo lúcido poema Schlechte Zeit für Lyrik (Malos Tiempos para la Lírica) reflexionaba -cien años atrás- sobre cómo él y su entorno vivían cada vez más acorralados...
Pero ¿y hoy? ¿Acaso no estamos ahora -igual que entonces- cada vez más cercados en demasiados aspectos? Y con respecto a la Literatura ¿realmente nos quieren hacer creer que su capacidad de nombrar lo inombrable del modo más conciso resulta innecesaria? ¿O no resulta escandaloso cómo se margina a la Lírica en particular, cuya incisiva sagacidad puede despertar la capacidad crítica de quién la lee?
Bajo el endeble argumento de que la lírica no merece ser fomentada porque no produce suficientes lectores..., se contrapone la evidencia de que precisamente la Lírica Clásica, incluso en esta mercantilizada civilización, sigue siendo capaz de remover nuestras conciencias y de educar nuestra reflexión hasta el punto de llevarnos a (re)plantear algunos de nuestros enquistados comportamientos. De modo que, por mucho que quieran silenciar la importancia del Arte, de la Cultura, de la Filosofía, de la Literatura en general o de la lírica en particular... ¡No deberíamos olvidar cuánto pueden apuntalar nuestra sociedad!
Y ésta es la razón por la que existe este blog: para reivindicar su importancia y contribuir a su divulgación.

Miriam Dauster (poetryandmore)


Los destellos del oro siempre producen ceguera... Da igual dónde, da igual cuándo…

Prólogo para El oro de Cajamarca (J.Wassermann)

El oro de Cajamarca narra hechos históricos, acciones realizadas por nuestros antepasados los conquistadores españoles, sobre cuyos cimientos nos paseamos hoy, y de los cuales, por lo menos en parte, deberíamos avergonzarnos… o, como mínimo, seguir cuestionándolos… porque lo de no repetirlos, ya nos ha demostrado la Historia que no es posible… Podemos, eso sí, insistir en la plena vigencia de este relato histórico, cuyo argumento gira en torno a tres ejes temáticos tristemente vinculados: la sinrazón de la fe, la demagogia del nacionalismo y, especialmente, la obsesión por el oro.

El tema histórico ha sido fuente permanente de relatos literarios. El término istoria es utilizado, ya en el siglo v a.C., por Herodoto para designar hechos adquiridos por observación; o también por Tácito para describir los acontecimientos presenciados u oídos por él; esta noción se mantiene prácticamente durante toda la Edad Media; sin embargo, a partir del Renacimiento se va afirmando la idea de que hay otra vía de conocimiento del pasado: la investigación de las huellas que los acontecimientos han dejado y que subsisten en el presente. Durante el Romanticismo, en cambio, responde a un deseo de evasión, de refugio en el pasado por el rechazo de un presente ingrato; o, por ejemplo, en la literatura hispanoamericana del XIX, aparece una notable producción de novelas históricas, muchas de ellas, escritas con propósito didáctico en defensa de la cultura indígena [1]. Y aunque quizás éste no fuera el único fin de El Oro de Cajamarca, sí coincide con esa prosa en la intención de restituir la memoria histórica de una sociedad que, en muchos aspectos, estaba muy por encima de los que la saquearon.
 El escritor alemán Jakob Wassermann (1873-1934), huérfano de madre desde los nueve años, tuvo una niñez marcada por la pobreza, por la rigidez del padre y por una madrastra “tan malvada como las que sólo existen en los cuentos”. Para sobrevivir a esas carencias, ya desde muy niño empezó a inventar historias; de modo que, para protegerse se hizo narrador y, ya de adulto para escapar de la indigencia, escritor. Y se convirtió en un escritor tan extraordinario, que Thomas Mann llegó a decir: “...posee una distinción e instinto para la literatura; un don excepcional que ninguno de nosotros llegará a alcanzar jamás”.
Con 16 años Wassermann abandona su ciudad natal [2] y se traslada a Munich donde, a partir de 1896, trabaja como redactor en Simplicissimus [3] y empieza una productiva relación profesional con Samuel Fisher (entonces, el editor más importante de Alemania) que perduró más de treinta años, hasta la ascensión de los nazis en 1933. Así, Wassermann, ya a principios del siglo XX, fue uno de los autores más leídos en Alemania (llegando a eclipsar a su amigo T. Mann) y sus obras fueron traducidas a innumerables idiomas,;como la novela “Der Fall Maurizius” (1928) de la que vendió más de un millón de copias en EE. UU., y de la que, por ejemplo, Henry Miller afirmó no haber podido dejar de leerla una y otra vez.
Pero, a igual que le sucedería a Rilke [4], su enorme éxito nunca le ayudó a escapar de su propio cerco. El de Wassermann fue un aislamiento triple y de por vida: en su juventud, por la falta de afecto y la incomprensión paterna a su deseo de escribir; como judío, por no sentir ese ‘obligado’ arraigo; y como escritor alemán, sin plena legitimación social por ser judío [5]; Y quizás fue ese “sentirse extraño entre extraños en un país extraño” [6], lo que le hizo acudir a la Historia tan menudo; para explicar(se) el porqué de esos hechos incomprensibles que perfilan con tanta insistencia nuestro devenir; para indagar cómo afectan las consecuencias de la Historia colectiva a cada una de las historias individuales, incluso, si eso, a veces, resulta paradójico, como sucede en Golowin (1920), donde una aristócrata en plena Revolución Rusa es capaz de sobreponerse a innumerables avatares para salvar su propia vida y la de sus hijos… pero, en cambio, ni su rango ni sus habilidades la protegerán frente a una simple conversación, que la agitará de tal modo que comprenderá para siempre que, en ocasiones, el mayor desconcierto lo alberga el ser humano dentro de sí, muy por encima de los convulsos acontecimientos que puedan suceder a su alrededor.
Pero no siempre los hechos históricos pueden mantenerse en un segundo plano.
Wassermann se basó en el libro de William Hickling Prescott The Conquest of Peru de 1847, para escribir este relato histórico, publicado por primera vez en Viena, en 1923, bajo el título Das Gold von Caxamalca en la colección Der Geist des Pilgers, y que podría considerarse lo contrario a Golowin, ya que, a pesar de que el autor (re)vive la Historia, aquí no decide ‘quedarse al margen’ para cederle el protagonismo a la introspección… aquí, en cambio, no se aparta de la cruda realidad de la que fue testigo Domingo de Soria de Luce, y que ahora ya anciano y retirado en un convento, rememora cómo apresaron y dieron muerte a Atahualpa, el Inca, en la Conquista del Perú en 1532, bajo el mando del analfabeto Francisco Pizarro, alentado por la católica Corona española. En El oro de Cajamarca el acontecimiento histórico, la trama externa, se convertirá en el drama interno del narrador-protagonista que intenta sobrevivir a los ecos que le siguen llegando de aquella inconsciencia colectiva; intenta soportar el recuerdo de aquel vergonzoso comportamiento perpetrado en nombre de la Historia, legitimado por el nacionalismo y el catolicismo, e incontrolado por la desmedida avidez por el oro, y, precisamente por haber participado en todo ello y por no haber intentado nada para impedirlo, decide fijarlo por escrito, para que no se diluya, para que no se tergiverse, para que pueda ser (re)considerado…
En la actualidad, cuando los múltiples conflictos de ‘nuestra sociedad del bienestar’ consiguen incluso desdibujar el concepto de crisis y nos devuelven la ineficacia de nuestro código de valores, el relato de Wassermann nos propone abordar asuntos siempre pendientes —aunque aparentemente manidos— como el de por qué, a pesar de las consecuencias, en distintas épocas y lugares, de una u otra forma, el ser humano no deja de perpetrar guerras, genocidios, exterminios…contra sí mismo. Y a día de hoy, la pregunta sigue siendo ¿quién y cómo se rinden cuentas de aquellos actos históricos, individuales o colectivos, que perjudican a toda la humanidad? Al parecer, eso va en función de quién nos cuenta lo ya sucedido, es decir, qué parte de la historia, y con qué propósito.
Para algunos, la clave está en discutir si el relato histórico es sesgado o no. Siempre lo es. Por tanto, quizás lo interesante resida en encontrar a alguien que ya superó esa cuestión e intentó no soslayar la verdad (en la medida de lo posible y sin querer redactar un ensayo histórico), y aspiró a integrar la ficción con la honestidad y el sentido común con la autocrítica, aunque eso nunca ha sido empresa fácil según experimentó el propio Wassermann una y otra vez: “la desalentadora certidumbre de que cualquier sentimiento nacional específico no tolera ningún tipo de crítica, únicamente sumisa idealización y adulación complaciente. Y eso no es distinto ni para los judíos ni para los alemanes ni para los franceses…”.
Y según se lee en El oro de Cajamarca, ni para los españoles.
Gran parte de la estabilidad de este relato es, por tanto, quién lo escribe, desde qué necesidad y con qué fin. El escritor alemán no es un indígena resentido, ni un católico a la defensiva, ni un nazi, ni un judío ortodoxo, ni un banquero arruinado… es un hombre que siempre se sintió en medio de ninguna parte y que, al igual que Kafka, siempre sufrió una incómoda tensión para con sus raíces, como ya quedó patente en su primera novela “Die Juden von Zindorf” (1897). La integridad de Jakob Wassermann, no sólo se forjó por no dejarse tentar por la comodidad de declarase ‘sólo’ alemán, o de atrincherarse tras su condición de judío, si no porque siempre fue un escritor más internacionalista que nacionalista y que a lo largo de su extensa producción literaria no cesó en el empeño de preguntar(se) por los resortes que avivan la maldad humana.
Y ahora, ya en pleno siglo XXI, nuestras almas han quedado al descubierto de nuevo, tanto o más que en aquellos oscuros tiempos de la Conquista, pues ‘el capitalismo salvaje’ se revela más como un castigo a la avaricia que como un medio de vida honroso capaz de protegernos frente a la infelicidad. Y Wassermann, una vez más, cuestiona por qué seguimos creyendo que nuestra cegadora avidez de riqueza nos conducirá a nuestro ideal de libertad, y nos insta a admitir la ofuscación que nos produce el oro a pesar de los oscuros perfiles que cada lingote trae consigo.
Leibniz intentó convencernos de que éste era ‘el mejor de los mundos posibles’ [7], de que “mejor no significaba moralmente bueno, sino matemáticamente bueno, ya que Dios, entre las infinitas posibilidades de mundos, ha encontrado la variedad más estable y homogénea”. Así, según el filósofo alemán, “este mundo es el matemática y físicamente más perfecto, pues (sea moralmente bueno o malo, no importa) es el mejor posible”. Pues bien, sin querer minimizar el alcance de esta reflexión filosófica, es posible, que después de leer este relato histórico al lector le apetezca a reconsiderar seriamente sobre si depende de la acción del hombre o de los designios divinos, el hecho de que este mundo se bifurque en varios que se dan la espalda; y de si uno de esos (sub)mundos en el que nos encontramos nos parece realmente ‘el mejor de los mundos posibles’, ya que en demasiados acontecimientos históricos hemos excluido de él, de forma legítima e intelectual, toda ética. Y aunque cada cual ensordece su conciencia como puede ¿con qué sofisticados argumentos se convencerán, a sí mismos, todos aquellos incondicionales de la fe, de la incompatibilidad de cometer actos atroces contra sus iguales en nombre de Dios? Quién sabe, si más de un creyente no se convirtió en agnóstico, o un agnóstico en ateo, después de leer algo de Historia.
No sabemos qué hubiese sucedido con el pueblo inca a lo largo del tiempo, pero sí intuimos que ‘otro mundo fue posible’; uno en el que el oro no suponía ni más (ni menos) que un hermoso legado de la naturaleza… Pero desapareció. Según algunos historiadores [8], la gran catástrofe demográfica de la población indígena se produjo, especialmente, con la llegada de los europeos. La dimensión de tal exterminio sigue siendo hoy objeto de controversia, pues las muertes no las causaron sólo las guerras, la violencia o las condiciones de explotación, también las enfermedades [9] inexistentes en América traídas por los europeos.
Un ocaso más que hizo retroceder la condición humana en todas y cada una de sus posibilidades, porque tal vez, “en lo que se pierde la humanidad de poder llegar a ser”, radica la máxima tristeza. Y por ello, resulta tan tentador ampararse en las rotundas y definitivas palabras de Wassermann:
La memoria de la humanidad será tan implacable como la mía.
De eso estoy seguro en mi soledad

Miriam Dauster (poetryandmore) 
Madrid, septiembre de 2010

[1] Por ejemplo: La cruz y la espada (1864) o Los mártires de Anáhuac (1870) de E. Ancona.; o Guatimozín, último emperador de México (1846) de Gómez de Avellaneda.
[2] Fürth  (Mittelfranken, Baviera)
[3] Semanario satírico alemán en el que colaboran H. Hesse, F. Wedekind, H. v Hoffmannsthal, A. Schnitzler o E. Kästner…, y donde conoce a algunos de sus mejores amigos, como T. Mann o R. M. Rilke. Fundado por Albert Langen en 1896 y se publicó hasta 1944, debe su nombre a la novela picaresca Der abenteuerliche Simplicissimus Teutschs (1669) de H. J. Ch. von Grimmelshausen. La revista, hecha con la perspectiva del ambiente más liberal de Munich, combinaba contenidos descarados (como criticar la rigidez de la alta sociedad alemana), lo políticamente atrevido (como ridiculizar al Kaiser Guillermo II en la portada), con un llamativo estilo gráfico. 
[4] Como queda patente en su narración semi-autobiográfica Ewald Tragy (c. 1898) en la que Rilke no sólo describe su aislamiento vital incurable, sino que lo comparte con su amigo y maestro Wassermann (Thalmann, en el relato).
[5] Wassermann vivió, en primera persona, todo el amenazante despertar del régimen nazi, su ascensión definitiva y sus consecuencias como la de figurar en las listas negras o que sus libros fueran quemados…
[6] “Fremd unter Fremden in einem fremden Land…”.
[7] El filósofo A. Geulincx (1624-1669) creía en la “armonía preestablecida”(…), que G. W. v Leibniz (1646-1716) aplicó a la noción de que “éste es el mejor de los mundo posibles” relacionándola con el optimismo ,en un intento de justificar las evidentes imperfecciones del mundo.
[8] En 1992, por motivo del Quinto Centenario de la llegada de los europeos a América, diversas organizaciones indígenas, intelectuales y algunos dirigentes políticos renovaron los debates sobre el tema y denunciaron lo que, a su criterio, se trató de un genocidio.
[9] Por ejemplo, la viruela que, en el imperio Inca, mató en 1529 al padre de Atahualpa.

2 comentarios:

  1. Estoy totalmente de acuerdo contigo
    Reivindiquemos la necesidad de la lírica, ahora más que nunca.

    ResponderEliminar
  2. Por fin alguien se pre-ocupa de algo tan necesario, sobre todo en estos momentos de incertidumbre, de la lírica y la imprescindibilidad de ella en nuestras vidas

    ResponderEliminar